El humor, el terror, la cinefilia y la autoconciencia son algunos de los elementos que conforman la estructura narrativa de Scream (1996), film perteneciente principalmente al género slasher, y que seguirían formando parte en sus tres secuelas incluyendo a la tercera parte, la única no guionada por Kevin Williamson, el otro padre de esta saga cinematográfica. En 2011, La cuarta parte de la saga, que parecía iniciar el trayecto hacia una nueva trilogía, encontraba a los ya conocidos y viejos personajes (sobre todo viejos) frente a una nueva generación de adolescentes.
El primer grupo siempre liderado por la querida y sufrida Sidney (Neve Campbell) y el segundo por su hermosa y carismática sobrina Jill (Emma Roberts, hija de Eric, sobrina de Julia). Ambas generaciones están allí para mantener los códigos establecidos desde la primera entrega, a la vez que incorpora nuevas reglas y tecnologías acorde a los tiempos de hoy en día, haciendo que el teléfono de tubo deje lugar a celulares, cámaras webs y redes sociales. Una década y un puñado de años después de esa primera llamada que preguntaba a una temerosa Drew Barrymore (actriz para la que en principio era el personaje de Sidney) “What’s your favorite scary movie?”, los personajes y la fórmula (re)creada de Wes Craven y Kevin Williamson gozaban de la misma frescura terrorífica e irónica por igual y fiel a sí misma.
Otro puñado de años más tarde, un nuevo terror estaría ligado a la franquicia del asesino de la máscara de El grito pero en el peor sentido posible. Quienes ahora gritarían aterrados serían los fans. MTV, otrora cadena de televisión dedicada a la música que devino en canal de realitys, anunciaba llevar a su pantalla una serie basada en Scream. Sabiendo el público al que suele estar destinada la programación de MTV, uno especialmente al consumo de historias del corazón y al cholulismo internacional del malo como “¿Qué vestido usó Lady Gaga en los Grammy?”, los rumores de una adaptación, del ser ciertos, no podían correr buena suerte. Pero, a la vez que los fans se enardecían contra la cadena televisiva y contra todo familiar cercano a ésta, un pequeño haz de luz albergaba una posible esperanza de encontrarse ante un buen producto. Ese haz llegó en la forma de Wes Craven que apadrinaba a la serie como productor ejecutivo. Si bien la idea de una serie basada en Scream que no tiene lazo alguno con los personajes o hechos de los films, salvo por el asesino enmascarado, resulta ridícula, al menos la presencia de uno de los padres creadores podía albergar un producto mínimamente respetable.
Aferrado a esa esperanza es que uno se sienta, con más temor que cualquiera generado por un film de terror, y presencia el posible comienzo del fin. Dejando de lado los típicos personajes teen (que parecen rondar los 30) de poco cerebro y esbeltos cuerpos, el primer episodio sorprende con un grato uso de la fórmula establecida en los films previos. Es así como en primera instancia irrumpe en pantalla la primera víctima de “Ghostface”. En la soledad de su hogar, compuesto por artefactos y seguridad de última tecnología como reconocimiento de voz y luces que se apagan o prenden al palmear las manos, Nina (Bella Thorne) se ve amenazada por el misterioso asesino en una escena que recuerda mucho a la inaugural del film de 1996, siendo los mayores cambios la máscara del asesino, según la estúpida política de la cadena había que “modernizarla” debido a que la clásica ya no asusta, y el hecho de que la llamada terrorífica devino en escalofriantes twitteos y mensajitos de Whatsapp. A raíz de esta muerte y del cyberbullying hecho a Audrey (Bex Taylor-Klaus) al filmarla besando a su novia, todos en el pueblo de Lakewood pasan a ser parte de la lista de víctimas y sospechosos.
Durante los primeros tres episodios, a medida que se van conociendo a los distintos personajes principales, asesinatos y el acoso virtual hacen acto de presencia por igual en una suerte de diálogo entre el terror clásico y el moderno. Ya no estará el querido cinéfilo Randy (Jamie Kennedy) deconstruyendo el clásico slasher de John Carpenter, pero algo es algo. En su lugar tenemos a Noah (John Karna), el nuevo amante del cine y las series que tan acertadamente establece que “El espectador debe preocuparse por los protagonistas, conocer sus vidas, sus problemas y cotidianeidades para que su posible muerte sea más traumática y haga sufrir a los televidentes”. El género de terror pocas veces se distinguió por dotarle profundidad a sus personajes, ligados básicamente en ser carne de cañón, sin embargo la trinidad de héroes de Scream conformada por Sidney, la amarillista periodista Gale Weathers (Courteney Cox) y el atontado oficial de policía Dewey (David Arquette), logró con cada horror vivido afianzar una relación con el espectador y acrecentarla con el correr de los años en cada entrega. La saga, ahora perteneciendo al formato televisivo, podía contar con la extensión de casi ocho horas de historia (diez episodios) para generar esta empatía y preocupación por el nuevo grupo de amigos. Esto efectivamente sucede en un principio pero a Noah se le olvidó mencionar algo de vital importancia: si la historia pierde su rumbo y sus personajes no generan interés alguno, es muy probable que suceda lo mismo con el espectador haciéndolo cambiar de canal por más muertes sangrientas que haya. Y es que hasta eso se pierde con el correr de los episodios.
Bien digna de la cadena que le da hogar, la serie parece cambiar el peligro y el suspenso detrás de los asesinatos, que incluyen a un antiguo asesino serial llamado Brandon James que halló la muerte en el lago del pueblo y su extraña relación con Emma (Willa Fitzgerald como la Cindy de turno), el pasado de su madre y la nueva ola de asesinatos. Estos eventos son prácticamente olvidados después del tercer episodio, el cual ofreció el mejor y quizás único momento de mayor nerviosismo terrorífico, y la serie empieza a centrarse en engaños, celos de secundaria y amoríos que encuentran mayor relación con Glee que con Scream. La cursilería de Cris Morena invade la pantalla, incluso haciendo que el asesino ni asome su cabeza por varios episodios, dirigida a un público adolescente más interesado en si la protagonista optará por quedarse por Will o Kieran (Connor Weil y Amadeus Serafini), los rompecorazones de las chicas y los quemacocos del público, o subtramas de extorsiones, personajes encarcelados, disfraces para el baile y demás elementos que no aportan más que lo que ya lo hicieron tantas telenovelas mexicanas y producciones con la cara inamovible de Sebastián Estevanez.
La falta de carisma y actuación que tienen Emma y sus amigos está a años luz de la simpática “Scooby pandilla” de Sidney y compañía. A diferencia de sobresaltarse con el sonido de un teléfono sonando, las apariciones de la nada del asesino y la desesperación claustrofóbica ante el laberíntico espacio que resultaban las casas de las víctimas (amor eterno a esas corridas por escaleras, el millar de habitaciones y el uso de “puertas trabas” para impedir el paso del enemigo), la desesperación proviene de cada aspecto acartonado de historia, personajes y los temas melosos de la banda sonora que son impuestos a capricho del musicalizador cada cinco minutos. Esto aumenta el deseo por ver correr sangre, tanto de los personajes como de Taylor Swift o la cantante teen pop que sea furor en los pasillos de recreo. La serie hará un recorrido por la vida adolescente de cada uno de sus personajes pero es el mismo show quien sufre adoleciendo la ridiculez de sus vaivenes.
A medida que la temporada se acercaba a su final se podían percibir pequeños logros que parecían despertar a la historia del letargo generado así misma, esos que volvían a centrarse en el misterio y el horror de una ciudad preocupada más por estar a la última moda que por el creciente conteo de cadáveres. Dichos momentos tienen una corta vida, cercenados violentamente por un episodio final que solo parece recordar en sus minutos finales que entre tantos “Teen Angels” también acecha un asesino, el cual debe revelar su identidad. Un poco de sangre, nulo climax y la ausencia de una presencia sobrehumana, la que todos los que portaron la máscara han tenido y que por si acaso nadie lo relacionara con el film original, se ve reducida a un desganado “siempre vuelven”. Una de las reglas establecidas por Randy para sobrevivir en la primera entrega de la saga era nunca decir “enseguida vuelvo” (o el burlón I’ll be right back de Matthew Lillard). La serie indirectamente juega con esa frase al dejar algunos cabos sueltos y la presencia de otro asesino serial. Si las mismas reglas del cine pueden ser aplicadas a la televisión, más de uno rogará que el show no sobreviva a su primer año.
Faltando un día para la emisión del último episodio, se anunciaba el fallecimiento del querido Wes Craven. Los detalles dados fueron que el director hace tiempo padecía de un cáncer cerebral, el cual terminó por poner fin a su vida el 30 de Agosto pasado. Los forenses podrán culpar al cáncer, pero viendo el resultado de la serie que mancilló una de las grandes creaciones del director, nadie podría extrañarse que el “Ghostface” de MTV se haya cobrado otra víctima. La única que realmente les duele a todos. Tal vez no todo tiempo pasado siempre fue mejor, pero definitivamente el horror sí. No te preocupes Wes, siempre tendremos Woodsboro.
Por Nicolás Ponisio