Goku llega a Namek en la nueva entrega de Dragon Ball Color.
Llegamos a la mitad exacta de la Saga Freezer con esta tercera entrega de la mano de La Nación Coleccionables e Ivrea. Ahora que Goku ya ha arribado al planeta y demostrado su enorme fuerza ante las fuerzas de élite Ginyu, comienza la cuenta regresiva que preludia su choque con el tirano intergaláctico Freezer.
Como era de esperarse luego de la entrada triunfal al final del volumen anterior, Goku prueba ser muy superior a los guerreros de Freezer, derrotando a Rikum con solo un codazo y dejando en ridículo al resto de las fuerzas Ginyu.
Con esta demostración de fuerza, Vegeta hace texto los rumores que vienen circulando en boca de diversos personajes desde que empezó la saga: Goku sería el Super Saiyajin de la leyenda. Aunque debo decir que, si bien disfruto de las peleas espectaculares que se desatan con la entrada del protagonista, en las cuales Toriyama despliega toda su maestría sobre el grafismo y el movimiento, me desagrada bastante esta Goku banana que “juguetea” con los villanos y se hace el superado.
En ese sentido, si bien se quiere narrar la dubitación en matar del personaje como compasión, la actitud despiadada de Vegeta termina siendo más sincera. Toda esta escena de la pelea contra las fuerzas Ginyu en realidad parece servir para remarcar una vez más el contraste entre las diferentes maneras de pelear, de moral, que tienen Goku y Vegeta.
Eso queda claro cuando, ante el arribo de Ginyu, en un acto de egoísmo y pragmatismo total Vegeta lo deja a Goku peleando solo, aprovechando la oportunidad para ir por las esferas del dragón y conseguir su deseo.
Mientras Freezer enfrenta al último campeón del planeta Namek, Neil, en una pelea que sin mucho sentido (por lo menos hasta el final del tomo), Goku es presa de una técnica inesperada del extraterrestre, más propia de una película de Disney que de un manga de pelea: cambio de cuerpos.
Si bien el truco solo dura un par de capítulos, representa un bienvenido cambio de ritmo, ya que deja introducir algún que otro gag, algo de comedia de enredos, y una resolución que por primera vez en un rato no deviene de una piña o un rayo: cuando Ginyu, incapaz de manifestar el inmenso poder de Goku, intenta saltar hacia el cuerpo de Vegeta, el héroe interpone una rana que andaba saltando por ahí, condenando al villano a una vida de batracio. Es decir, incluso cuando el género de manga de peleas se había impuesto totalmente en Dragon Ball, Toriyama no olvidaba ese humor socarrón que fue un ingrediente clave del éxito de su trabajo anterior.
Producto de la pelea, Goku queda una vez más noqueado, por lo que Vegeta lo pone a recuperarse en una de las maquinarias de regeneración de la nave nodriza de Freezer. Como en el volumen anterior había destruido las más avanzadas, para evitar que sus enemigos volvieran rápido al campo de batalla, dice que el protagonista quedará fuera de consideración por cerca de una hora.
Como no me canso de subrayar en estas reseñas, para esta altura es más que claro que Toriyama ya no sabía qué hacer con Goku. El personaje le había comido la serie: si no está, los fans lo piden, y probablemente, la editorial demanda que lo ponga en la cancha. Pero si está presente, desaparece todo riesgo del relato, toda posibilidad narrativa, porque su mera presencia es sinónimo de que los buenos van a ganar.
Obviamente, esta es la razón por la que el Saiyajin hace las delicias de chicos y grandes. Es casi ese Príncipe Azul que llega cabalgando en su corcel blanco como diciéndonos que todo va a estar bien. Pero al mismo tiempo, es un deux ex machina con patas. Su poder es tal, que achata la historia, no hay lugar para la emoción cuando la única pregunta en el aire no es ¿Podrá Goku ganar la pelea?, sino más bien ¿Cuánto va a tardar?
Justamente, con Kakarotto en el hospital extraterrestre, la tensión sube. Aprovechando que, en un momento totalmente fuera de personaje para un Vegeta que se construyó hasta esta parte como maquiavélico a mas no poder, se pega una siesta, Krillin y Gohan despiertan al dragón namekiano con la ayuda de Dende. Literalmente, le “durmieron” el deseo al príncipe de los Saiyajin.
Incapaz de revivir a todas las víctimas en la Tierra, los héroes optan por revivir a Piccolo, lo que significa revivir a Kami-sama y por ende que vuelvan a existir las Dragon Ball terrestres. Además, Gohan pide porque su maestro sea tele transportado a Namek. Finalmente, cuando Vegeta estaba por conseguir con el tercer deseo la tan mentada inmortalidad, el gran patriarca muere, volviendo a las esferas piedras inertes y dejando al Saiyajin con la calentura más grande de la galaxia. Pero no hay mucho tiempo para lamentarse, ya que Freezer entra en escena, y también sin deseos, está dispuesto a matarlos a todos para sacarse la bronca.
Por su parte, Piccolo, que con el arribo a su planeta natal nos regala un pequeño momento melancólico, raro para Dragon Ball, se fusiona con el poco desarrollado y olvidado Neil, quien prueba que toda su razón de ser era convertirse en un power-up para el otrora villano devenido en aliado.
El final nos deja con un Freezer que saca poder de una transformación (la primera de muchas…) y ensarta con un cuerno a Krillin, quien queda (una vez y van) en las puertas de la muerte. A dos libros del final, comienza así la batalla contra el emperador intergaláctico, con Vegeta, Piccolo y Gohan haciendo tiempo hasta el nuestro salvador Goku venga a cumplir la profecía ¡Nos leemos en el próximo Dragon Ball Color!