Con una profundización enorme de su historia, jugabilidad y ambientación, Death Stranding 2: On the Beach es otra masterclass de Hideo Kojima.
Es muy común que a Hideo Kojima se lo relacione en la industria como a un vende humo. Los foros de Reddit, posteos en redes sociales y conversaciones en grups de WhatsApp están inundados de denostaciones sobre las obras de desarrollador nipón, pero incluso hasta los que no les gustan los juegos que creó le dan la derecha de que una mente maestra.
Si con Metal Gear cambió la forma de interpretar a los videojuegos (con el desarrollo de personajes, las mecánicas, conversaciones increóbles, narrativas que no envejecen y sobre todo cinemáticas que transforman por momentos al juego en verdaderas películas interactivas), Death Stranding es otro universo en el que también hace una mirada crítica del mundo y la forma en la que hoy estamos “conectados.
A lo largo de sus más de 40 años en la industria de los videojuegos, siempre encontró la forma de reinvertarse y con Death Stranding 2: On the Beach no es la excepción, aunque esta secuela marida entre el continuísmo de la primera entrega, mecánicas que absorbe de sus anteriores franquicias y un mundo del cual aprovecha todo el potencial de PlayStation 5 para regalarnos momentos inolvidables
En una industria que a menudo prioriza la repetición segura sobre la exploración creativa, Hideo Kojima vuelve a alzar la voz con una obra que reafirma su condición de autor total. Death Stranding 2: On the Beach no solo es la secuela de un juego que dividió aguas; es una declaración de principios. Un manifiesto que abraza lo raro, lo contemplativo y lo humano desde una perspectiva que combina diseño de sistemas, narrativa emocional y una mirada casi filosófica sobre la conexión humana en un mundo fragmentado.
Cuando Hideo Kojima lanzó el primer Death Stranding en 2019, la industria no sabía bien cómo reaccionar. No era un juego de acción convencional, ni una experiencia puramente narrativa, ni tampoco un walking simulator al uso. Era, más bien, una declaración de intenciones: un videojuego que rompía con el frenesí de la industria triple A y nos proponía caminar, pensar, conectar. Fue amado, odiado, parodiado. Pero también sembró algo profundo. Con Death Stranding 2: On the Beach, Kojima retoma ese universo y lo lleva a un nuevo nivel, más orgánico, emocional, ágil y diverso. El resultado es una secuela que no solo pule las asperezas del original, sino que las convierte en virtud.
Sam agarrá tus cosas, hay que conectar el mundo
Sam Porter Bridges vuelve a tomar el rol protagónico de esta secuela, pero ya no es el mismo transportista que conocimos cuando nos aventuramos a conectar los Estados Unidos. En esta segunda entrega lo encontramos más humano, más roto, pero también más comprometido. Ya no se trata solo de reconectar una nación fragmentada, sino de comprender lo que significa realmente establecer lazos. Sam ahora es padre de Lou, lo que redefine por completo su vínculo con el mundo y el propósito de su viaje. Lo que en el primer juego era una travesía física para unir ciudades, en On the Beach es también una travesía emocional, donde las relaciones y las decisiones personales toman más peso que nunca. Ya abandonó esa soledad que lo acompañó durante años y también se convirtió en un ser más “conectado”, que prefiere alejarse de los conflictos para llevar una vida pacífica con Lou.
La historia de Death Stranding 2 continúa algunos años después del final del primer juego. Sam ahora vive en un mundo algo más estable, pero con esa sensación de peligro en el aire. La amenaza del Death Stranding no fue borrada del mapa, solo contenida. Y lo que parecía un cierre, se revela como una pausa. Sam ya no es solo un portador. Es un padre. Lou, su hija adoptiva, es ahora una presencia fundamental en su vida, tanto en lo narrativo como en lo emocional. Y aunque los eventos del primer juego cerraron muchos arcos, On the Beach deja claro que todavía hay preguntas abiertas. ¿Qué es realmente el Death Stranding? ¿Por qué se produjo? ¿Puede revertirse? ¿O solo aprender a vivir con sus consecuencias?
La historia arranca con una nueva crisis: una serie de eventos inexplicables desestabiliza los cimientos de la frágil red reconstruida. Sam es llamado nuevamente a cumplir un rol clave, pero esta vez no para reconectar ciudades, sino para explorar lo que hay más allá del continente americano. Los viajes lo llevan a regiones inspiradas en México, Australia y otros paisajes que funcionan como nuevas zonas de juego y también como espacios de memoria, trauma y redención. Es a lo largo y a lo ancho una profundización sideral de todo lo planteado en el primer juego, y también lo es en la geografía que exploramos. Queda chico ese gigantesco Estados Unidos cuando hablamos ahora de conectar más de un continente con todo lo que eso conlleva: desde las geografías, los personajes, los elementos con los que interactuamos y, tampoco olvidar, los peligros que hay en cada rincón.
Pero On the Beach no es simplemente una historia sobre salvar el mundo. Es una historia sobre comprenderlo. El tono del juego sigue siendo introspectivo, pero con una calidez que antes escaseaba. El aislamiento, la muerte, la esperanza, la reconstrucción: todo está presente, pero con matices más profundos. Si el primer juego trataba sobre volver a unir a la humanidad, esta secuela trata sobre lo que hacemos después de volver a estar juntos. ¿Cómo sanamos? ¿Cómo reconstruimos la confianza? ¿Cómo nos enfrentamos al dolor compartido?
La narrativa sigue la línea de lo simbólico y lo emocional. Kojima no se aleja de su estilo enigmático, pero esta vez pone el foco más claro en los personajes y sus vínculos. Sam, que antes apenas hablaba, ahora se abre más. Ya no es el hombre duro que solo entregaba cosas: ahora es alguien que quiere proteger algo real. Lou representa la esperanza, pero también el miedo a repetir errores.
Los viejos conocidos también regresan. Fragile vuelve a ocupar un lugar central, liderando Drawbridge, una organización civil que toma la misión de conectar la humanidad y es una pieza clave para el desarrollo de la historia. Heartman, Mama (con ciertos cambios), Higgs y otros personajes reaparecen con nuevos roles y motivaciones. También se suman caras nuevas, como la misteriosa Enyo (Elle Fanning) y el carismático pero ambiguo personaje de Luca Marinelli, que encarna una figura política en ascenso.
Los antagonistas en On the Beach no son villanos al estilo clásico. Kojima vuelve a plantear que la amenaza no siempre viene de un “malo”, sino de ideas, sistemas o traumas sin resolver. Drawbridge, que se plantea como una solución radical para evitar futuras rupturas del mundo pero a un precio ético altísimo. Sam se ve obligado a decidir si vale la pena mantener la red que tanto costó reconstruir, o si hay que dar un paso atrás para proteger a quienes ama. Kojima surfea mucho más en la línea del gris y deja mucha más evidencia que en este mundo corrompido, donde la muerte asfixia la vida, no hay un bando del bien ni un bando del mal, sino intereses cruzados en pos de querer salvar (o no) lo que queda de la humanidad.
Uno de los giros más interesantes es cómo el juego juega con las líneas entre realidad y representación. Hay secuencias donde la estética cambia por completo, momentos que parecen sueños, flashbacks o viajes dimensionales. La “playa”, ese limbo entre vida y muerte que ya era clave en el primer juego, cobra una dimensión aún mayor. No solo conecta a los muertos con los vivos, sino también a diferentes realidades, posibles futuros y memorias colectivas.
Kojima aprovecha esto para explorar temas existenciales con una madurez poco común en los videojuegos: la paternidad, el duelo, la salud mental, el impacto de la tecnología en los vínculos y hasta la manipulación emocional en nombre del progreso. Y lo mejor de todo es que esto se articula sin perder el sentido de aventura y tampoco dejar de disfrutar su jugabilidad: el viaje de Sam es largo, desafiante y lleno de descubrimientos. No hay una única verdad, ni un solo final posible. A medida que avanzamos, las decisiones se sienten más personales, menos heroicas y más humanas.
Una de las principales mejoras en la narrativa es su mayor claridad emocional. Si el primer juego a veces se perdía en tecnicismos y larguísimos monólogos, On the Beach se enfoca más en las relaciones. Sigue habiendo simbolismos, giros y rarezas, pero todo está al servicio del desarrollo de los personajes. Las cinemáticas siguen siendo largas, pero ahora están mejor editadas, con diálogos más concretos y situaciones más sentidas. El ritmo narrativo también mejora: hay espacio para contemplar, pero también momentos intensos, urgentes, íntimos. Kojima encontró un balance entre su pasión por el cine y el respeto por el jugador.
La historia además se adapta al estilo de juego. Si sos de explorar todo, vas a descubrir subtramas fascinantes, diarios ocultos, reconstrucciones de eventos pasados y decisiones opcionales con consecuencias. Si preferís tomar solo las misiones principales, también podés hacerlo. Sin embargo, acá no hace falta que te lo aclaremos: gran parte de la riqueza está en conectar con todos los refugios y cumplir sus encargos, no solo para mejorar los recursos de Sam sino también para descubrir los secretos más mágicos que esconde este mundo.
Conectar el mundo, un encargo a la vez.
Si algo dividió aguas en el primer juego fue su mecánica central: caminar. La famosa idea del “simulador de repartos” fue tanto celebrada como ridiculizada. Pero en esta secuela, Kojima no elimina ese núcleo, sino que lo expande. Caminar sigue siendo clave, pero ahora es una acción más rica, estratégica y variada.
Los terrenos son más diversos: desiertos, zonas selváticas, estructuras colapsadas, costas áridas y regiones urbanas arrasadas por el tiempo. Cada zona implica desafíos únicos, no solo por su geografía, sino también por sus dinámicas climáticas o sus amenazas. Los enemigos ahora son menos predecibles, y el mundo está más vivo y más hostil. Pero también más bello: el uso del motor gráfico Decima en PS5 brilla en cada rincón, con una fidelidad visual que no solo impresiona, sino que emociona. El desplazamiento también se ve potenciado por nuevas herramientas. Ya no somos esclavos de la mochila y el equilibrio: ahora contamos con vehículos más robustos, estructuras cooperativas como monorraíles o puntos de reabastecimiento, y mejoras al exoesqueleto que nos permiten adaptar la travesía a nuestro estilo. Estas mecánicas, combinadas con una gestión más ágil del inventario, logran un ritmo más fluido sin traicionar la identidad del juego.
Una de las principales mejoras respecto al primer Death Stranding es la forma en que el juego abre sus posibilidades. Si bien el combate estaba presente en la entrega original, era limitado, algo tosco, casi una función secundaria. En On the Beach, el combate no solo está más pulido, sino que también está mejor integrado al tono general del juego.
No es que ahora sea un juego de acción pura, pero el jugador tiene más opciones. Puede encarar situaciones de forma agresiva, empleando armas letales o no letales, herramientas de distracción, dispositivos de infiltración o incluso trucos psicológicos. También puede evitar el conflicto por completo, optando por rutas alternativas o gadgets de camuflaje. Kojima respeta la decisión del jugador y no lo penaliza por querer jugar de manera más pausada o tener un enfoque directamente al choque. Esta libertad también se refleja en los enfrentamientos con jefes, que no siempre requieren fuerza bruta. Algunos pueden evitarse, otros se resuelven con eventos especiales o decisiones que cambian el rumbo del combate. Es una secuela que entiende que cada jugador vive una experiencia distinta y construye sobre esa premisa.
Un aspecto que volvió icónico al primer juego fue su multijugador asíncrono: estructuras que los jugadores dejaban en sus partidas y que otros podían encontrar, usar o mejorar. Este sistema, silencioso pero efectivo, se mantiene en On the Beach, pero con mayor profundidad. Ahora se pueden crear infraestructuras más complejas y colaborar de formas más estratégicas. Un puente que construiste puede salvar a otro jugador de una emboscada. Un refugio que dejaste atrás puede ser vital para alguien durante una tormenta. Es una forma de conexión silenciosa, pero poderosa. Un mensaje simple como “aguantá un poco más” puede convertirse en un acto de resistencia colectiva.
Lo mejor de todo es que el juego no impone este sistema: lo sugiere, lo integra, lo hace parte del paisaje. Nunca se vuelve invasivo ni requiere que estés en línea permanentemente. Es una capa adicional de humanidad que se siente genuina, y que cobra un sentido especial en un mundo como el que Kojima construye.
¿Hace falta que hablemos sobre lo audiovisual sin entrar en adjetivos interminables? Death Stranding 2 es una obra pensada hasta el último detalle. Los paisajes no son solo decorativos: transmiten emoción, transmiten contexto. Un acantilado solitario bajo la lluvia no necesita decir nada para contar una historia. Un atardecer en medio de la nada puede ser más revelador que un diálogo extenso. La iluminación dinámica, los efectos de partículas, la textura de la tierra y el agua: todo está diseñado para que el mundo se sienta palpable. La música acompaña con un criterio casi cinematográfico. Ya no se trata solo de colocar una canción triste cuando pasa algo importante. Ahora la banda sonora, en parte generativa, responde al ritmo del jugador, a sus decisiones, a su forma de desplazarse. Woodkid, Ludvig Forssell y otros artistas se suman con composiciones que no buscan robar protagonismo, sino sumarse al relato emocional.
Este compromiso audiovisual también se traslada a lo técnico. El juego está optimizado desde el primer día, sin parches de urgencia ni promesas a futuro. Funciona con fluidez en PS5, y se nota que hubo una decisión clara de lanzar algo bien terminado., algo que no parece tan obvio en la actualidad de la industria.
Conclusión
Lo más valioso de Death Stranding 2 es que no se conforma con repetir la fórmula del éxito. Podría haber sido una expansión del original, con más misiones, más cinemáticas y algún retoque visual. Pero el equipo de Kojima Productions decidió apostar por una evolución integral. No hay ningún elemento importante del primer juego que no haya sido revisado, ajustado o potenciado. Todo está más afinado, más accesible y más abierto al jugador.
La historia gana en matices. El gameplay se siente más completo. La conexión emocional es más profunda. Y el mensaje final, sin caer en lo cursi, se vuelve más universal: reconstruir el mundo no es solo una tarea física. También es una cuestión espiritual. Y no se hace solo.
Death Stranding 2: On the Beach no es un juego para todos. No quiere serlo. Pero es un juego más accesible, más humano, más abierto que su antecesor. Es una secuela que entiende sus críticas, las abraza y las convierte en virtud. Kojima no se disculpa por su estilo, pero lo moldea, lo afina, lo convierte en una experiencia más amable sin traicionar su esencia.
En un mercado donde muchas secuelas se sienten como continuaciones sin alma, esta es una obra que tiene algo para decir. No te pide que corras. No te exige que mates. Te invita a caminar. A pensar. A conectar.
Kojima lo hizo una vez más y nosotros agradecemos que todavía siga dejándonos joyas como Death Stranding 2.
Death Stranding 2 no se conforma con repetir la fórmula del éxito. Podría haber sido una expansión del original, con más misiones, más cinemáticas y algún retoque visual. Pero el equipo de Kojima Productions decidió apostar por una evolución integral. No hay ningún elemento importante del primer juego que no haya sido revisado, ajustado o potenciado. Todo está más afinado, más accesible y más abierto al jugador.
La historia gana en matices. El gameplay se siente más completo. La conexión emocional es más profunda. Y el mensaje final, sin caer en lo cursi, se vuelve más universal: reconstruir el mundo no es solo una tarea física. También es una cuestión espiritual. Y no se hace solo.
Death Stranding 2: On the Beach no es un juego para todos. No quiere serlo. Pero es un juego más accesible, más humano, más abierto que su antecesor. Es una secuela que entiende sus críticas, las abraza y las convierte en virtud. Kojima no se disculpa por su estilo, pero lo moldea, lo afina, lo convierte en una experiencia más amable sin traicionar su esencia.
En un mercado donde muchas secuelas se sienten como continuaciones sin alma, esta es una obra que tiene algo para decir. No te pide que corras. No te exige que mates. Te invita a caminar. A pensar. A conectar.
Kojima lo hizo una vez más y nosotros agradecemos que todavía siga dejándonos joyas como Death Stranding 2.