Dying Light: The Beast es una nueva entrega para la franquicia de zombies, que sin grandes innovaciones logra atraparnos con su vertigo constante, una ambientación muy bien lograda y un protagonista completísimo.
Para entender lo que Dying Light: The Beast busca lograr, conviene mirar atrás. El primer Dying Light (2015) ofreció una fórmula que combinaba parkour en primera persona con supervivencia nocturna: de día explorabas, recolectabas armas y recursos, de noche los zombis aumentaban su agresividad y cada salida era un riesgo. Kyle Crane, el protagonista, fue lanzado a la ciudad de Harran como agente infiltrado con objetivos oscuros, pero terminó enfrentando la infección y tomando decisiones que marcaron su destino. Su lucha con la infección volátil, su moral y su supervivencia lo convirtieron en uno de los personajes más recordables del género zombie moderno.
Luego vino Dying Light 2: Stay Human, que expandió la narrativa del mundo postapocalíptico y exploró cómo las decisiones humanas moldeaban los enclaves supervivientes, con múltiples rutas y consecuencias políticas. Pero Kyle Crane había quedado atrás: su historia, para muchos fans, estaba inconclusa.
Eso hace que el regreso de Crane en The Beast no sea un simple guiño nostálgico: es una apuesta narrativa ambiciosa. Aquí, Crane se reencuentra consigo mismo tras 13 años de cautiverio y experimentos a manos del villano llamado “El Barón”. Esa transformación física y moral define el tono de este juego: no es el héroe alegre de antes, sino un hombre marcado por torturas, con una sed de venganza y el constante conflicto de su humanidad mezclada con lo monstruoso.
UNLEASH THE BEAST!
Dying Light: The Beast no tiene ni la amplitud ni la profundidad que Dying Light 2: Stay Human, lanzada en 2022, pero esto como contraparte es una ventaja en la experiencia que ofrece: la historia es más directa y la trama no da tantos rodeos, fluye con una buena puesta en escena. Después de escapar de su prisión, Kyle Crane entra en una zona llamada Castor Woods, un terreno que alguna vez fue turístico pero ahora es un paisaje devastado lleno de zombis y ruinas. La misión es clara: encontrar al Barón, desentrañar los experimentos sufridos y recuperar algo de sí mismo.
Aunque la estructura es más lineal (y principalmente menos vertical) que las expansivas rutas de Villedor en Stay Human, esto no le resta intensidad sino más bien todo lo contrario. La narrativa aprovecha ese enfoque para evitar distracciones: acá cada misión principal empuja hacia adelante, los tensión siempre va in crescendo y los momentos de calma son escasos. Esa concentración narrativa le da cohesión, la misión de Kyle Crane roza la venganza y lleva en su sangre ese híbrido de bestia que le otorga una rabia adicional a su relato. Algunos personajes secundarios tienen puntos débiles en su desarrollo, pero eso no quita que Crane sea el eje emocional que sostiene la historia.
Además, The Beast mezcla mitología de lo monstruoso con conflictos humanos: Crane no solo combate zombis, también combate su propia alteración, la ambigüedad moral de sus actos y el costo del sacrificio. En ese sentido, las decisiones ya no giran tanto en el mundo abierto como en su propio destino.
La historia arranca con un giro radical: Kyle, aquel héroe desgastado por las decisiones de Harran, no murió… pero tampoco sobrevivió como humano. Tras los eventos del primer Dying Light, fue capturado por un científico sádico conocido como El Barón, quien experimentó con su cuerpo durante 13 años. No solo alteró su biología, fusionando su humanidad con la infección, sino que lo despojó de su voluntad, convirtiéndolo en un monstruo demente dentro de una jaula invisible.
La historia de The Beast no gira alrededor de salvar el mundo. Gira en torno a reconstruirse uno mismo después de perderlo todo. La narrativa te pone en la piel de un Crane desgarrado, brutal, sin nada que perder, pero con una sola misión: encontrar al Barón, ajustar cuentas y redescubrir si queda algo de humano en él.
La acción se sitúa en Castor Woods, un entorno natural corrompido por la expansión del virus y las huellas del proyecto del Barón. Esta región, aunque aislada, contiene secretos, ruinas y asentamientos marcados por el rastro de las aberraciones que Crane ahora comprende demasiado bien. El escenario actúa como metáfora: los bosques densos, los caminos solitarios y las ruinas sirven como reflejo de un protagonista que también está desmoronado por dentro.
En este viaje, Crane no está del todo solo. Se encuentra con algunos personajes que cumplen funciones clave: la doctora Aline, una ex científica que trabajó bajo coerción para el Barón, y que ahora intenta redimirse ayudando a Crane a entender y controlar su mutación. También aparece Nolan, un joven superviviente que ve a Crane como un héroe —y que, sin saberlo, le ofrece la oportunidad de ser algo más que una herramienta de destrucción.
Pero la verdadera relación que importa es la que Crane tiene consigo mismo. Durante la historia, se ve acosado por visiones, recuerdos distorsionados y momentos de delirio donde no queda claro si es Crane quien habla… o la criatura que lo habita. Esa ambigüedad moral atraviesa toda la campaña. ¿Es posible redimirse cuando tus propias manos han destruido tanto? ¿Podés perdonarte por lo que hiciste bajo control de otro?
Las misiones principales refuerzan esta tensión. Cada paso hacia el Barón revela más sobre el pasado de Crane, pero también sobre los límites de su humanidad. El clímax, sin spoilers, no es solo un enfrentamiento físico, sino una declaración sobre identidad, trauma y la delgada línea entre justicia y venganza. Dying Light: The Beast no es solo una historia sobre zombis. Es una exploración cruda y sincera de lo que queda cuando todo lo que eras ha sido destruido… y de si es posible reconstruirse desde la oscuridad.
Para esta tercera entrega de la franquicia, Techland abandona parcialmente el urbanismo apocalíptico por entornos boscosos y zonas rurales, no solo para refrescar lurbano por un entorno boscoso y rural es una decisión audaz. Castor Woods combina bosques densos, ruinas dispersas, lagunas y caminos abandonados. Esa mezcla obliga al jugador a repensar su movilidad: el parkour ya no es solo entre edificios, sino entre raíces, árboles, pendientes y obstáculos naturales.
Pero la libertad no se sacrifica: el mapa permite explorar casi todos los rincones visibles. Puedes trepar, saltar, entrar en cuevas, recorrer senderos o manejar un 4×4 para atravesar zonas distantes. Esa sensación de “todo es alcanzable” le da un respiro al sistema de navegación clásico que se vuelve refrescante.
Las misiones secundarias están bien distribuidas: rescatar supervivientes, limpiar puestos militares, activar zonas seguras, desbloquear reliquias del mundo previo. The Beast no logra despegarse del inevitable mal de las propuestas de este género, la repetición de los encargos secundarios no brilla por su ausencia, pero al tratarse de una entrega más compacta, no pega tanto y es una invitación para explorar, mejorar la progresión de Kyle Crane y conseguir loot valioso.
Dying Light: The Beast no reinventa el combate, pero lo refina y lo hace más brutal que nunca. Techland, consciente de que los jugadores no buscan solo más zombis para aplastar, introdujo nuevas mecánicas que profundizan la experiencia sin romper lo que ya funcionaba.
Este sistema convive con el clásico combate de la saga, que sigue siendo uno de los mejores dentro del género de supervivencia. Las armas cuerpo a cuerpo (tubos, machetes, bates, hachas improvisadas) tienen peso y desgaste, y eso te obliga a cambiar de estilo constantemente. Si el arma se rompe, tenés que improvisar. Si te enfrentás a una horda, el juego te empuja a pensar: ¿usar una molotov?, ¿aprovechar un barril explosivo?, ¿atrincherarte y esperar el momento?
Y sí, el parkour no solo está intacto, sino mejorado. Podés esquivar enemigos saltando, usar impulso desde muros, caer sobre oponentes desde alturas. El combate tiene fluidez, pero también densidad. No se trata de machacar botones, sino de entender el flujo del entorno.
Además, el sigilo se revalorizó. Podés abordar campamentos enemigos como un depredador: marcarlos, eliminarlos uno por uno, sabotear generadores, o tender trampas. Este enfoque “360” del diseño, como lo llamó Techland, te da libertad para elegir cómo enfrentar cada situación. ¿Querés limpiar una zona sin que te vean? Podés. ¿Preferís entrar a lo bestia? También es válido, aunque no siempre recomendable. Esa libertad que quizás no era un elemento distintivo marca la dualidad humano/bestia que vemos a lo largo de toda esta aventura. El resultado es un sistema de combate dinámico, crudo y emocional, donde cada golpe se siente como una extensión del estado mental de Crane. No solo peleás contra zombis. Peleás contra tu monstruo interior.
La elección de Castor Woods como nuevo escenario no fue casual. Después de dos juegos que usaron lo urbano como columna vertebral, pasar a un entorno boscoso, agreste y con espacios abiertos cambia completamente el ritmo del juego.
Castor no es solo un bosque genérico. Es un ecosistema decadente lleno de secretos. Tiene ruinas, búnkers, pueblos abandonados, instalaciones médicas ocultas, santuarios digitales y caminos naturales que conectan puntos clave. Las zonas verticales ahora se basan más en árboles, acantilados y construcciones semiderruidas, por lo que el parkour se adapta. Tenés que trepar raíces, escalar paredes de roca y usar tirolesas improvisadas entre zonas altas. La navegación se vuelve más naturalista, casi orgánica.
Uno de los elementos más llamativos es la atmósfera. Castor Woods respira. Tiene ciclos climáticos dinámicos: desde tormentas eléctricas que dificultan el sigilo hasta neblinas densas que ocultan enemigos. Las noches en Castor son otro nivel. No ves más allá de unos metros sin luz, y los sonidos de ramas, hojas y gritos en la distancia construyen una tensión constante. Explorar Castor Woods no es solo encontrar loot. Es encontrarte con microhistorias ambientales: un campamento vacío con diarios de un grupo de supervivientes, un cadáver con una grabación que revela el destino de un niño perdido, o incluso zonas infectadas con lógica propia, donde la infección evolucionó de formas inesperadas. A esto se suman desafíos contextuales como plataformas en ruinas, zonas de radiación o áreas protegidas por enemigos con inteligencia superior.
Además, hay contenido secundario que enriquece el mundo: carreras de parkour, supervivientes atrapados, retos de sigilo, liberación de zonas seguras, cacerías de monstruos élite, y el ya clásico sistema de coleccionables con documentación que amplía el lore. El uso del vehículo 4×4 permite recorrer grandes distancias, pero también lo hace vulnerable a trampas o emboscadas. Algunas zonas están diseñadas para bloquear su acceso, lo que obliga a bajarte y explorar a pie. Este ritmo entre vehículo y a pie está muy bien medido y mantiene la tensión en los desplazamientos.
La exploración también recompensa al curioso. Hay zonas ocultas con mejoras permanentes para Crane, piezas de equipamiento únicas, planos de armas especiales, e incluso entradas secretas a laboratorios abandonados del Barón. Encontrarlas no es obligatorio, pero al hacerlo sentís que el mundo reacciona a tu curiosidad.
La dirección artística de The Beast se aleja del exceso visual de otros títulos de zombies para optar por una estética sobria pero potente. Los colores tierra, ocres y verdes apagados dominan la paleta, reforzando el tono decadente. En contraste, las habilidades del Modo Bestia explotan con destellos rojizos y efectos visuales más agresivos, para marcar la diferencia entre el humano y el monstruo.
El diseño de los enemigos también merece mención aparte: las criaturas mutadas no solo se ven deformadas, sino que tienen características visuales que sugieren sufrimiento, como vendajes sucios, implantes expuestos, o posturas antinaturales. No parecen sacados de una galería de monstruos, sino de una pesadilla vivida.
Conclusión
No hay que tomar el error de tomar a Dying Light: The Beast como una expansión o una secuela de ribetes menores: es una declaración de intenciones. El regreso de Kyle Crane como eje narrativo, con su carga emocional y física, representa una madurez que la saga necesitaba. Techland abandona el enfoque político de su segunda entrega para volver a lo esencial: el cuerpo, la sangre, la culpa y el combate. Y lo hace con una historia que no intenta abarcarlo todo, sino golpear donde más duele: en la identidad del jugador.
En términos de diseño, es un juego que respira tensión. Cada bosque que cruzás, cada combate que enfrentás, cada decisión que tomás como humano o bestia, te recuerda que este no es un mundo que espera ser salvado, sino sobrevivido. Y en esa crudeza encuentra su potencia. El sistema de combate es dinámico y sucio, el Modo Bestia una adición poderosa y coherente, y la exploración en Castor Woods ofrece una de las ambientaciones más vivas y perturbadoras de toda la franquicia.
No es un juego perfecto: arrastra algunas rigideces técnicas, personajes secundarios poco memorables y sidequest que podrían haberse trabajado más. Pero lo compensa con una identidad marcada fuerte. The Beast no intenta ser el juego de zombis más grande ni el más abierto: intenta ser el más personal. Y en ese intento, se convierte en la entrega más poderosa de Dying Light hasta la fecha. Techland no solo trajo de vuelta a su protagonista, trajo de vuelta el alma de la saga.
No hay que tomar el error de tomar a Dying Light: The Beast como una expansión o una secuela de ribetes menores: es una declaración de intenciones. El regreso de Kyle Crane como eje narrativo, con su carga emocional y física, representa una madurez que la saga necesitaba. Techland abandona el enfoque político de su segunda entrega para volver a lo esencial: el cuerpo, la sangre, la culpa y el combate. Y lo hace con una historia que no intenta abarcarlo todo, sino golpear donde más duele: en la identidad del jugador.
En términos de diseño, es un juego que respira tensión. Cada bosque que cruzás, cada combate que enfrentás, cada decisión que tomás como humano o bestia, te recuerda que este no es un mundo que espera ser salvado, sino sobrevivido. Y en esa crudeza encuentra su potencia. El sistema de combate es dinámico y sucio, el Modo Bestia una adición poderosa y coherente, y la exploración en Castor Woods ofrece una de las ambientaciones más vivas y perturbadoras de toda la franquicia.
No es un juego perfecto: arrastra algunas rigideces técnicas, personajes secundarios poco memorables y sidequest que podrían haberse trabajado más. Pero lo compensa con una identidad marcada fuerte. The Beast no intenta ser el juego de zombis más grande ni el más abierto: intenta ser el más personal. Y en ese intento, se convierte en la entrega más poderosa de Dying Light hasta la fecha. Techland no solo trajo de vuelta a su protagonista, trajo de vuelta el alma de la saga.