Blade Runner 2049, ansiada secuela estrenada 35 años luego de la original, ofrece una mirada visualmente alucinante de un futuro cyberpunk.
La última década ha visto a Hollywood intentar transmutar el manga y anime japonés en éxitos de taquilla, como ya lo hizo con las historietas de superhéroes. Como cualquiera con acceso a internet podrá atestiguar, estos esfuerzos han sido mal recibidos en la taquilla, y despreciados en los foros de fans. Este mismo año versiones norteamericana de Death Note y Ghost In The Shell, con Scarlett Johansson fracasaron comercial y críticamente. Sin pretender serlo, Blade Runner 2049 de Denis Villeneuve se aparece como el mejor intento de adaptar con actores de carne y hueso un verdadero anime. Como los mejores exponentes de la ciencia ficción japonesa, el film hace del refinamiento estético un punto fuerte y construye su mundo de manera dedicada en su diseño visual y sonoro. Luego pone en el centro de la trama una pregunta filosófica para explorar con ritmo cadencioso, deliberado, recorriendo con detalle cada rincón del complejo futuro construido.
Tan meticulosa la construcción de Los Angeles de 2049, que se hicieron circular con antelación al estreno tres cortos (incidentalmente uno animado en Japón por Shinichiro Watanabe) para detallar la historia que precede al film. Allí se establece que en los treinta años que median entre el primer y segundo film los androides conocidos como replicantes fueron descontinuados y prohibidos, para luego ser reintroducidos por el industrialista Neander Wallace (Jared Leto) en una versión mejorada y más obediente.
Sin embargo modelos antiguos fabricados por la Corporación Tyrell, como el Nexus 8, continúan sueltos. Por lo que siguen existiendo Blade Runners, el oficial K (Ryan Gosling) y su jefa la Teniente Joshi (Robin Wright), cuyo trabajo es “retirarlos”. A partir de ese punto la trama se enreda y enreda, en una historia que se toma mucho más a pecho el carácter detectivesco de la profesión de su protagonista que el film original (Tan construida sobre misterios se encuentra la película que la gacetilla para la prensa prohíbe explicitar giros argumentales, y un guardia de seguridad vigiló durante toda la función que nadie filmara escena alguna).
A pesar de este énfasis, el verdadero goce de Blade Runner 2049 no proviene de descubrir que se encuentra al final del laberinto de intrigas, sino de habitar un futuro tan realizado y poblado. Capturando la ambiente del original y ampliándolo, Villeneuve recupera un ritmo pausado y meditabundo, tomándose su tiempo para sumergir al público en el futuro. Esto es en parte porque el mundo aparece habitado, sostenido por una lógica sociológica que tensa las relaciones entre los personajes y las instituciones que aparecen en la pantalla.
Pero por sobre todo, se debe al diseño visual y sonoro, que satura los sentidos y crea una experiencia inmersiva. El director y el cinematógrafo Roger Deakins (quien si no gana un Oscar esta vez confirmaría que la Academia lo odia personalmente) retoman la obsesión con el neón, la lluvia y la noche de Ridley Scott, y la amplían con nuevas paletas. Por ejemplo, en los grises campos de proteína con los que abre el film, o la marcianas ruinas de una ciudad de placer que se da a entender fue Las Vegas.
La banda sonora de Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch también se alimenta del icónico soundtrack de Vangelis, y le da un nuevo filo más industrial con estridentes samples digitales y mecánicos que en los momentos de tensión ascienden a la saturación del trabajo de Trent Reznor y Atticus Ross. El resultado es una suma de texturas futuristas que desafían la capacidad de descripción de una reseña y subrayan lo propio de la experiencia cinematográfica.
Pero mientras el lirismo visual de Blade Runner era prácticamente su razón de ser, sin ofrecer demasiado en términos de historia, 2049 se construye en torno a un misterio a resolver que propulsa la película hacia delante. Resulta contradictorio, aunque apropiado, que una narrativa acerca de androides apunte al sentimentalismo como lo hace el film. Pues abrir la pregunta por seres artificiales es inquirir acerca su (y nuestra) humanidad. El corazón lo provee la relación que sostienen K, quien desde la primera escena se deja en claro es un replicante él mismo, y Joi (Ana de Armas), una mujer virtual que a pesar de ser un producto vendido por la Corporación Wallace parece poseer individualidad y deseo.
El amor expresado por el androide y el holograma es encarnado con sutil gracia por Armas y Gosling, quien encuentra un rol a su medida en la emoción contenida y frialdad artificial de K. Sylvia Hoeks realiza un trabajo igualmente encomiable con la villana Luv, cargando de motivación y sentimiento las acciones de un personaje que por lo demás queda poco desarrollado. Dave Bautista, ya sin kilos de maquillaje verde, da una performance inesperadamente afectada, y Harrison Ford hace un mejor trabajo encarnando a Deckard que al desganado Han Solo del Despertar de la Fuerza.
A pesar de estos recaudos, envolviendo la experiencia sensorial en una de detectives, es de prever que el cadencioso ritmo y las casi tres horas de pantalla de Blade Runner 2019 no serán del agrado de todo el público. Hoy más que en 1982 los espectadores están acostumbrados a la velocidad del videoclip y el cine hollywoodense contemporáneo.
Donde la película se queda corta de ser una obra maestra es en su incapacidad de aportar algo original e inesperado, tanto al género y al cine en general. Maldita por ser la secuela de una de las películas más influyentes de las últimas décadas, este siempre iba a ser un problema a enfrentar. Pero aún más que el original de Scott, lo que juega en contra del director franco canadiense y sus guionistas (que incluyen al autor del original Hampton Fancher) es que las preguntas estéticas, literarias y filosóficas abiertas en 1982 fueron continuamente exploradas por otros autores y obras.
Particularmente en Japón, Blade Runner se convirtió en un monolito cuya larga sombra puede verse en los films animados de Akira y Ghost In the Shell, en las series Bubblegum Crisis y Cowboy Bebop, y un largo etcétera. En este sentido, es apropiado que 2049 se aparezca a este crítico, criado a base de dibujos animados japoneses, como una anime en carne y hueso. Si tanto de lo que distingue a la ciencia ficción animada nipona se lo debe al tono y la estética establecida por la original a comienzos de los ochenta, se entiende que al abrevar en la misma fuente la secuela resulte contaminada por el labor de Otomo y Oshii. El mismo Villeneuve se reconoce admirador de Shinichiro Watanabe.
A la luz de este hecho queda los involucrados no pudieron, ni probablemente nadie podría, superar cuarenta años de obsesión de la cultura pop global. Blade Runner 2049 es capaz de maridar con éxito ciencia ficción hipnótica, meditación filosófica que marca la cadencia del desarrollo y una historia humana acerca de la series artificiales, pero que al final es damnificada en su aspiración al podio del cine universal por ser la secuela de una película que probablemente no la necesitaba. Es entonces un elogio mayor al logro cinematográfico de Villeneuve que días después de visto uno no pueda sacudirse las imágenes y los sonidos del Los Angeles futurista de K y Deckard, deseando regresar otra vez a deslumbrarse con los hologramas de neón debajo de la lluvia nocturna.