Shane Black devuelve al clásico alienígena cazador a toda su gloria ochentosa con una comedia de acción tan violenta como divertida.
A menudo me encontrarán despotricando contra la nostalgia como un valor en sí mismo en la realización audiovisual. Quien vea una película hoy no tardará en darse cuenta que en este momento el sabor de moda son los ochenta, una tendencia que venía de antes pero que el éxito de Stranger Things terminó por explotar. Neón y sintetizadores para todos y todas. Hago el descargo aquí porque El Depredador, secuela de una película estrenada en 1987 con un nombre casi igual, continúa la tendencia retro sin vergüenza alguna. Pero lo hace con tanto gusto, con tanta desfachatez, que es imposible no salir del cine con una sonrisa y la sensación de haber viajado en el tiempo durante hora y media.
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El problema, en realidad, es que a menudo se recurre a la nostalgia como un bálsamo para la falta de personalidad o desarrollo de personajes de una historia, resultando en copias de copias de copias con mucho diseño de producción y chatas en todo lo demás. Mas si hay algo que le sobra a Shane Black (Iron Man 3, The Nice Guys), director y coescritor de El Depradador, es personalidad y chisma. Habiéndose formado como guionista en la década de la hiperinflación, y alcanzando la notoriedad como el autor de Arma Mortal, no extraña que esa alquimia ochentosa que le es elusiva tantos imitadores le sea natural a Black.
El Depredador nos devuelve con precisión quirúrgica a esa otra época más sencilla del tanque hollywoodense, antes que The Matrix y The Dark Knight hicieran todo más serio y literario, cuando la máxima aspiración de una película era funcionar como una máquina de risas y emociones crudas. Esto a menudo significa, para bien o para mal, tirar la lógica por la ventana, y no esperar los protagonistas que superen las dos dimensiones.
Pero a cambio recibimos una narrativa ágil y ligera, personajes que suplantan la falta de desarrollo con carisma, y acción hasta que nos salga por las orejas. Dejando descansar los minimalismos zimmerianos, la música de Henry Jackman es clásica, orquestal y expresiva. Hasta los escenarios son llamados al cine ochentoso, desde los suburbios durante la noche de Halloween a un bosque que evoca la jungla mortal de la original.
La trama, que funciona más como una excusa para hacer avanzar el tren de latiguillos y explosiones, nos ubican en la continuidad de las primeras dos Depredador. Treinta años han pasado de aquel primer encuentro en la jungla, cuando una nave cae en el medio de una operación militar norteamericana en México. Del fatídico encuentro solo sobrevive el francotirador Quinn McKenna (Boyd Holbrook) quien deberá pelear y salvar a su hijo, un genio autista llamado Rory (Jacob Tremblay), tanto de las garras del cazador alienígena como de las maquinaciones de una oscura organización gubernamental encabezada por Will Traeger (Sterling K. Brown).
La chispa del guion de Black, que tiene más de un guiño para el que pare la oreja, no sería nada sin el elenco que se carga las palabras al hombro, cargado de nombres y caras conocidas. En particular se destaca el Grupo 2, un rejunte de soldados rotos y traumados que quedan atrapados en el fuego cruzado y entre los que se cuentan Thomas Jane (The Punisher, The Mist, The Expanse ), Trevante Rhodes (la ganadora del Oscar Moonlight), Keegan-Michael Key (Key & Peele, Fargo), Alfie Allen (Game of Thrones) y Augusto Aguilera.
Tratando de dejar atrás lo peor del cine de acción de los ochenta, el personaje femenino es inyectado con agencia. La Dr. Casey Bracket, interpretada por Olivia Munn, nunca es puesta en el lugar de damisela en peligro, saliendo por sí misma de todas las situaciones de peligro (aunque no pudieron evitar la tentación de desnudarla un par de veces). Esta agencia, de nuevo, viene un poco al precio de la incoherencia, protagonizando Munn combates para los que dudo la preparan en la carrera de biología evolutiva. De todos modos, mejor que se erre para este lado, siendo igual de inverosímil la Barbie objetificada que solo depende del héroe.
Después del desborde de personalidades, la otra marca registrada de El Depredador es la violencia hiperkinética y caricaturesca. Basta decir que no alcanzan los dedos de una mano para contar la cantidad de decapitaciones que vemos en la película. Tripas y sangre vuelan casi con la alegría propia de una producción que lleva la etiqueta cine clase B con una muesca de orgullo.
Quizás donde las secuencias de acción trastabillen es en la inclusión copiosa de CGI. Si bien ciertos elementos están muy bien logrados, por ejemplo, las naves y los momentos que transcurren en el espacio, al momento de ir a las piñas en el barro las limitaciones presupuestarias se notan. En particular en la integración entre los elementos digitales y la acción.
Pero, en definitiva, esto es solo un detalle que uno nota cuando salió del cine, porque el ritmo de la película no te deja pensar y dejar de masticar pochoclo en ninguno momento de su económico metraje de hora cuarenta. El Depredador es realmente una de esas como ya no las hacen, con todo lo que ello implica. Para el aficionado al VHS y Space, pocas cosas podrían ser mejores.