El querido personaje infantil británico Paddington regresa en una segunda película para toda la familia.
El mundo de Paddington, como aparece en la pantalla adaptado por Paul King del clásico de la literatura infantil británica por Michael Bond, es uno que puede parecer cursi, empalagoso incluso para un film apuntado a niños. A diferencia de los antihéroes y el realismo sucio que prima en la cultura pop actual, Paddington y su secuela trafican en personajes bondadosos y honestos que resuelven los conflictos que los aquejan a través de su misma bondad. Pero funciona.
Funciona porque solo suma una historia bien contada que promueva la tolerancia y creer que todos somos esencialmente seres bondadosos. También porque el puro encanto que condensa el oso peruano fanático de la mermelada de naranja (quienes se disponga a disfrutar de la película debe dejar sus prejuicios en la puerta). La ternura que generan sus píxeles es la fuente de envidia de todos los personajes digitales fallados (pienso en vos, Jar Jar). Repitiendo la expresividad y diseño de la primer parte, Paddington (con la voz de Ben Whishaw en el original inglés) continua siendo una delicia, y verlo hacer de las situaciones más mundanas en acrobacias de humor físico no cansa.
Pero en ese nivel la película, cuya comedia de enredos termina por encerrar al joven oso en la cárcel por un robo que no cometió y pone a toda la familia en movimiento para probar su inocencia, no sería más que entretenimiento familiar agradable. Lo que eleva al film por encima del pochoclo mediocre que se ofrece a los chicos sin mucho reparo es el nivel de artesanía y artificio involucrado en su producción.
La influencia de Wes Anderson, palpable en el primer film, se hace aquí más notoria. Particularmente en la secuencia de la prisión, donde Paddington por accidente tiñe de rosa pastel los uniformes de los convictos. El eventual escape de la prisión, que utiliza el corte transversal de un modelo del edificio para demostrar lo intrincado del plan, es puro Anderson y lo digo como elogio.
El director y su departamento de arte también experimentan don diferentes texturas. Las filmaciones lo-fi de la TV antigua, las secuencias animadas a carbonilla que ilustran las hipótesis de Mary Brown (Sally Hawkins), y sobre todo el paseo que el osito y su tía Lucy dan por un Londres de pop-up, le otorgan un toque distintivo.
Las secuencias de acción también son de buena factura. La secuencia final, que involucra una persecución en trenes a vapor, es filmada con la misma precisión para lograr risas que momentos de tensión, combinando ambos con destreza.
Las actuaciones de todo el elenco también aportan a la calidad general del film. Se destacan Sally Hawkins, quien transmite emoción con la intensidad casi infantil que la distingue, y Hugh Grant, quien se sumerge en su villano con gusto. Como un actor de los años veinte, que ríe maniáticamente y estira su bigote, Grant se entrega a la premisa y disfruta de la decenas de cambios de vestuario a los cuales su actor ladrón le invita.
Una mención aparte merece la promocionada participación de Nicolás Vazquéz como la voz de Paddington en el doblaje latino. Su labor es correcta, más de lo que hubiera pensando cuando me topé con el afiche. Pero, primero, se nota demasiado el contraste entre su intento de español neutro y aquel del resto de los actores de doblaje profesionales. Segundo, su labor no se eleva al nivel de transmitir la inocencia añiñada y la expresividad que captura Wishaw en el original inglés.
Pero incluso el extrañamiento que puede generar oírlo a Vázquez no es suficiente para restarle a una película que es una maravilla para los ojos, y una ternura para quienes estén dispuestos a sumergirse en un mundo tan edulcorado como honesto y aspiracional. Como un antídoto a Walter White, Paddington nos dice que siendo amables y amando al vecino, todo saldrá bien. Por lo menos por la hora y media que dura la secuela, estamos todos felices de creerle.