Michael Bay, Mark Wahlberg y su gente castigan al mundo nuevamente con otra periódica entrega de la franquicia juguetera Transformers.
Un auto deportivo de lujo acelera a toda velocidad, esquivando patrullas por las angostas calles de Londres. Las butacas tiemblan con el rugido de los rebajes del motor. Los choques y las explosiones se suceden con la cadencia de un show de fuegos artificiales. La cantidad de minutos dedicados simplemente a seguir frenéticamente con la cámara persecuciones automovilísticas me hacen caer en cuenta de cuantos puntos de contacto hay entre Transformers: El Último Caballero, dirigida por Michael Bay, y otra interminable franquicia hollywoodense, Rápido y Furioso.
Las dos series apuestan a la universalidad del lenguaje visual, trocando desarrollo de personajes y especificidad cultural por un espectáculo desorientador de explosiones, CGI y dobles de riesgo. Las similitudes llegan al punto que el protagonista Cade Yeager (Mark Wahlberg), al aceptar en su grupo de héroes a la joven Izabella (Isabela Moner), le da la bienvenida a la “familia”.
Un film puede ser excelente y centrarse puramente en los montajes de acción, reduciendo el guión a lo mínimo y necesario. No hay que buscar más ejemplo que John Wick, o incluso las mejores entregas de Rápido y Furioso. Pero no es posible, como pretende hacer la quinta entrega de Transformers, despojar la acción de todo contexto coherente y dramático a la espera de que al editarlas en una secuencia, por su propio peso, generen algo parecido a una historia que le importe al espectador. La excelencia de la artesanía digital que fue volcada en esta película, sumado con el clásico estilo Bayhem, es desperdiciada si es lo único que la producción ofrece.
A falta de desarrollo de personajes y motivaciones inteligibles, El Último Caballero se dispone a profundizar la mitología de la saga. Apilando sobre la ya enrevesada lucha milenaria entre Autobots y Decepticons, se introduce una megalómana diosa robot, un planeta Cybertron en curso de colisión con la Tierra, una organización militar de élite llamada FRT (Fuerza de Reacción de Transformers) y la revelación de que la “magia” que utilizó el mago Merlin para ayudar al rey Arturo era tecnología Transformer.
En la secuencia que abre el film la historia es reescrita, mientras vemos como los Autobots propiciaron el triunfo de Arturo y los británicos sobre los invasores sajones de Inglaterra en el siglo V d.C. De hecho, se nos informa que los Transformers han jugado un rol central a lo largo de la historia humana. Después de cuatro películas nos venimos a enterar que Bumblebee participó en ese único acontecimiento histórico importante en lo que concierne al cine pochoclero de Hollywood, la derrota del nazismo. Usualmente no considero que un hueco lógico en la narrativa sea un defecto irredimible, pero en este caso el giro argumental abre a tantos anacronismos e incoherencias históricas que agota la mente de solo pensarlo. Imagínense la imposibilidad de mantener oculta la participación de robots de cinco metros a lo largo de 1600 años de acontecimientos mundiales decisivos.
La coherencia espacial es igualmente despreciada por el montaje y la edición. Lord Sir Edmund Burton (Anthony Hopkins) viaja desde la biblioteca del Trinity College en Dublin, Irlanda a Westminster en Londres, Inglaterra en auto, atravesando en 10 minutos 463 kilómetros que incluyen el Mar de Irlanda. A lo largo del film las locaciones se suceden como postales en un spot publicitario de una agencia turística, sin ningún tipo de justificación narrativa más allá de la exención de impuestos que de seguro recibieron por filmar allí.
En este frente, la producción de Hasbro junto a Steven Spielberg es uno de los ejemplos destacada de las peores tendencias del cine comercial actual. Pero mientras Rápido y Furioso tiene a Dwayne “La Roca” Johnson o Charlize Theron para ayudar a vender la chatura de los personajes y lo ridículo del argumento, Transformers: El Último Caballero no nadie con la mitad de carisma que esos actores. En su lugar tenemos que conformarnos con un ejercito de robots extraterrestres CGI que luego de cinco películas siguen sin poder expresar emoción alguna. Si el César de Andy Serkis en el Planeta de los Simios es un testamento de los logros de la animación computada, Optimus y los suyos son una advertencia cinematográfica de sus limitaciones narrativas.
A los actores de carne y hueso no les va mucho mejor. Mark Wahlberg, como siempre, aporta su mejor actuación como él mismo. Isabela Moner hace lo que puede en el papel de una joven valiente e inteligente durante la primera media hora, para luego desaparecer casi por completo hasta el enfrentamiento final. Sin embargo, con 14 años e una incipiente pubertad que el camarógrafo se encarga de dejar en claro, está todo listo para ser sexualizada como la próxima Megan Fox en la lamentablemente inevitable Transformers 6.
Mención aparte merece el personaje de Viviane Wembly (Laura Haddock). En lo que podría leerse como una respuesta a las críticas de machismo que recibe por sus films, Michael Bay inserta lo que suponemos él imagina es una mujer empoderada. Una doctora en estudios mediavales de Oxford con apariencia de modelo de Victoria’s Secret, cuyo aporte a la trama es ser hija de su padre y enamorase perdidamente de Yeager con solo verle los abdominales marcados.
El único aporte actoral de la cinta lo hace Sir Anthony Hopkins, quien a cambio de lo que suponemos fueron abultados honorarios prestó el prestigio de su nombre a posters y tráilers. Felizmente, en lugar de contentarse con cobrar leer de un teleprompter, el veterano opta por hacer la gran Nick Cage. En una rara performance afectada, el ganador del Oscar es la única persona en toda la producción que parece darse cuenta que no están filmando una remake del Ciudadano Kane, sino entretenimiento pasatista donde un planeta entero choca con la Tierra sin moverla ni un centímetro de su órbita. Acordemente, en lugar de pretender que todo lo que pasa es “serio” como sus coestrellas, Hopkins (sobre) actua como si esta fuera su última película, o la telenovela de la tarde.
Al final, y aquí entramos de lleno en spoilers, quien después de dos horas y media de robots contra robots le quede ganas de intentar desentrañar el subtexto del film solo volverá a espantarse. Para empezar, está el inadecuado y poco feliz intento de presentar a los Transformers como metáfora de un pueblo refugiado en busca de asilo. Luego, está la cuestión de la historia secreta de la humanidad y la sociedad de los “Witwiccanos”. Al presentar a los Autobots como autoproclamados defensores de “lo mejor de la humanidad”, cuando en realidad fueron más bien garantes de los intereses anglosajones en el mundo, están incidiendo en el primermundismo mas rancio.
Para peor, se intenta vender al espectador que como representantes de los valores de la “civilización occidental”, hay una continuidad entre el rey Arturo y el personaje de Mark Wahlberg. Un chatarrero redneck yanki que se enorgullece de no tener estudios superiores pero si una heladera llena de porrones de Bud Light. Un norteamericano cualquiera, es el mensaje que martilla la voz en off, es capaz de salvar el mundo. Lo más irónico es que esta película fue producida pensando en la taquilla china y de otros mercados emergentes, mientras que el público norteamericano le dio la espalda a la serie hace rato. En eso si, creo, deberíamos seguir su ejemplo.