Más de medio siglo después de la original, llega la secuela El regreso de Mary Poppins, que pone a Emily Blunt en el icónico rol titular.
No hace falta preguntarnos por qué Disney decidió ahora realizar una secuela de su clásico film Mary Poppins de 1964, acaso su producción live-action más recordada y la única que fue nominada al Oscar a mejor película. En tiempos donde la fábrica de sueños del Ratón Mickey no da abasto con la cantidad de remakes en carne y hueso de sus films favoritos animados, solo era cuestión de tiempo para que los engranajes del negocio alcanzaran al título que originalmente protagonizaron Julie Andrews y Dick van Dyke. De hecho, extraña que hayan tardado tanto tiempo en hacerlo.
Más de veinte años han pasado en el Londres ficcional de la película original. Son tiempos de la “Gran Depresión” de los treinta, y los niños Banks, ahora adultos, se ven completamente envueltos en los tiempos difíciles. Jane (Emily Mortimer) es una activista política laborista que ayuda a paliar los efectos más crudos de la crisis entre los desempleados. Jack (Ben Wishaw), golpeado a la vez por la muerte de su esposa, debió abandonar su sueño de ser pintor para trabajar como cajero en el banco y ganar lo suficiente para criar a sus tres hijos: Annabel (Pixie Davies), John (Nathanael Saleh) y Georgie (Joel Dawson). Todo aparece aciago cuando el banco viene reclamando la casa como prenda por un préstamo impago, por lo que dependerá de cierta niñera mágica traer color y esperanza en la vida de los Banks.
Quizás la primera pregunta que surge ante el prospecto de una secuela de Mary Poppins tras cincuenta y cinco años es que tan bien librada sale la persona que tuvo el valor suficiente para llenar los grandes zapatos de Andrews (quien luego de debutar en el cine con Poppins protagonizó La Novicia Rebelde, acaso la película musical más celebrada de todos los tiempos). En este frente, el casting fue sólido. Que Emily Blunt tiene carisma de sobra no es noticia, ni tampoco lo es que se defiende cantando, habiendo participado en la producción de Disney de Into the Woods, pero además habita el icónico personaje con naturalidad, como si no le pesara.
Provee un apoyo significativo Jack (Lin-Manuel Miranda), un laburante que enciende las lámparas de gas de Londres, y quien conoció a Mary cuando solo era un niño ayudante del Bert interpretado por Van Dyke. Probablemente un ignoto para el público argentino, Miranda es un neoyorkino de ascendencia portorriqueña que ha disfrutado de descomunal éxito en el mercado norteamericano con su musical de hip hop de Broadway llamado Hamilton, además de componer las que probablemente sean las mejores canciones de Disney en décadas para Moana.
Pero en contraste con sus melodías para el film animado, de composición ecléctica y contemporánea, la música y letras en El regreso de Mary Poppins, compuestas por Marc Shaiman y Scott Wittman, se inclinan por una afección más vintage. Salvo por un rapeo impromptu de Miranda, las canciones se apegan a fórmulas propias de los musicales de mitad de siglo, con instrumentación clásica y lírica llena de humor, juegos de palabras e histrionismo.
De hecho, todo en El retorno de Mary Poppins busca ese halo de la película musical clásica, lo cual logra con holgura. Este triunfo, que alegrara a los fans de ese género y a los fans más hardcore de la original, sin embargo, puedo imaginar que podría chocar con la sensibilidad de espectadores más jóvenes. El director Rob Marshall (Chicago, Nine, Into the Woods) y el guionista David Magee capturan el ritmo de ese cine, casi de music hall o vodevil, encadenando números musicales que aparecen justificados con tangentes varias a la trama principal, más episódica que dinámica.
Al igual que en la original, la escena más destacada es aquella donde se mezclan los actores de carne y hueso con personajes de dibujos animados, realizados con destreza mediante una combinación de personajes 2D con CGI con cellshading. Mas, incluso entonces, el peso de los montajes musicales no pesa sobre los efectos especiales, sino sobre la performance de la canción y el baile, dándole ese sabor teatral tan propio del género.
También clásica aparece la trama de la película, cargada de un melodrama y una insistencia en las penurias de la orfandad que recuerdan al cine del propio Walt Disney. En contraste con el feminismo light que ha caracterizado las últimas producciones animadas del estudio (ver la misma Wifi Ralph, aún en cartelera), aquí los arcos de los personajes femeninos tienen un cierto dejo vetusto. En especial el personaje de Emily Mortimer, quien es presentada como una mujer fuerte y militante, pero cuya felicidad pende de si consigue prentendiente o no.
En cuanto a lo más ideológico, quizás de manera impensada la secuela Mary Poppins hace un juego interesante con la similarmente británica Christopher Robin, estrenada por Disney hace unos pocos meses. Ambos films usan historias del Londres de la primera mitad del siglo XX para criticar los aspectos más salvajes del capitalismo, que permanece inicialmente impasible ante la bondad de los protagonistas. Sea como aquí, embargando una casa de familia mediante métodos poco éticos, como en el caso de la película de Ewan McGregor, obligándolo a echar a la calle a buenos trabajadores. Sin embargo, esta crítica se transforma en una lavada de cara, cuando ambas resuelven sus conflictos presentando la raíz del mal en villanos aislados y encontrando soluciones a los problemas del capitalismo dentro de las propuesta bondades del mismo capitalismo.
En resumen, El regreso de Mary Poppins es una secuela más que competente para la icónica original, que triunfa particularmente en el casting de los protagonistas y en su apego a la fórmula del género musical. Incluso cuando esa fidelidad le puede jugar en contra para atraer un público contemporáneo, más teniendo en cuenta que el musical es un género muy particular que divide aguas entre los fans del cine.